domingo, 28 de diciembre de 2014

Al final de mi calle...



...hay un acantilado precioso. Que se ha llevado lágrimas de todos los colores. Que me ha regalado imágenes de la misma categoría e intensidad.

Y así me hallé.
En quince días.  Celia no iría más al colegio que estaba empezando a digerir. Ni a música. Ni a natación. Ni al parque. O sí. Pero ya no iría con su amiga de toda su corta vida.

¿Y yo? En Mallorca no hay Curves –sí, mi neurona pensó en eso, ya dije que me estaba poniendo demasiado buena, con sus contras-. Hiperventilo. ¿En esto quedó mi puesta a punto? O ¿me puse a punto para esto?

Mallorca, ¡qué bonito! Y qué lejano. Y qué sola.

Pero Vikinga acaba de nacer. Tenía otros planes. Baja maternal juntas, planeando, arropándonos. Continuando la embriaguez de su nacimiento.  No es justo.

Qué experiencia la de Mallorca. Naturaleza y vida. Pura vida. Nueva oportunidades educativas para Celia me motivaban al cambio.

¿Qué mensaje es éste? O no hay mensaje. Al menos no es Perú.
Mudanza. Adiós. Demasiados adioses. A gente, a lugares. A mi casa –que no mi hogar, ese me lo llevé puesto-.

Mi bebé crecería junto a los que necesita, pero ¿qué pasa con los que le necesitan a él?
Y no me puedo quejar. Al menos, no es Perú. Y me voy con mis hijos.  Mi suegra ha tenido que despedir a dos de ellos, ley de vida “extreme”.

Nos trae un barquito con nuestro coche lleno de muy pocas cosas.
Elegimos una casa, con jardín, en un lugar tranquilo y bonito. Y el mar de fondo. Un lugar rodeado de naturaleza en el que nuestros hijos serían felices.
Llega el día dos y me encuentro con casa que limpiar, cajas que desembalar  y mil cosas que comprar. Sola y con dos hijos. Por primera vez en mi vida me doy cuenta de lo importante que es contar con alguien.

Manuel aumenta a trece las horas que pasa fuera de casa. Pura vida.

El entorno, aunque precioso, no es el mío. Al final de mi calle no había mar, había una carnicería. Pero esa carnicería me proveía de la mejor carne que había encontrado desde que llegué a Madrid. Y acababan de abrir en frente una frutería con unas chicas muy majas. Un poquito más allá estaba la cafetería donde los niños podían jugar mientras nos reuníamos mi pequeña gran tribu a hablar con matices de café frío.
Me advirtieron del carácter isleño, pero no me ha parecido para tanto. Son reservados. Pero los manchegos no somos más simpáticos –salvo excepciones-. En eso les siento cercanos.
Creo que somos gente que generacionalmente se ha acostumbrado a decir adiós (gracias Merce, me diste la clave) y eso se ha impregnado en sus raíces. Les entiendo. Pero, por encima de todo, me entienden. Y me he sentido muy abrazada. Primero virtual y luego físicamente.

Entré en un grupo en facebook, en el que conocí a buena gente: Bea, Noe, Patricia, ... María
De ellas, María ha marcado un antes y un después y no me da las palabras para agradecer. Siempre tan atenta, tan cabal. María tiene una hermana que vale oro. Y me ha encantado ver su relación tan de cerca, he imaginado cómo sería estar cerca de mi hermana, que nuestros hijos creciesen juntos...

Hay algunas más. Mamás en situaciones similares a las mías, mamás con las que coincido en talleres,... siempre amables, siempre agradecida.

Pero sin duda hay alguien en especial a quien me ha emocionado conocer. Una de esas personas que atraen irremediablemente. Máxime cuando la he estado siguiendo tanto tiempo. Me encantaría que continuara escribiendo, contando su historia. Hay mucho que compartir.

Volviendo a mi historia, en un principio me sentía frustrada. Como si me acabase de levantar y no me enterase de nada. No les entendía y me hablaban en castellano. No me acostumbraba a un acento que parecía cantar. Parecía boba haciendo repetir hasta tres veces la misma cosa. Pero nunca me ha faltado una sonrisa o una palabra cálida.

Por mi parte no ha habido mucha intención de profundizar.  Es un tema mío. ¿Para qué voy a enraizar? Volveré a decir adiós. Volverá a doler. No me apetece.

Por un (largo) tiempo mis conversaciones con adultos eran lamentos. Me aburría a mí misma de escucharme siempre la misma canción. Y siempre el mismo final “hay cosas peores”, pero yo sólo quería llorar. Eso y echar la culpa a mi marido de mi situación. No he sido el mejor apoyo del mundo. Estoy intentando solucionarlo. Pero me ha costado verlo. Ver que el origen de mis males soy yo. Una muy muy especial mamá de un muy muy especial niño me dio la clave. Algo me hizo clic. No podía pasarme los días lamentándome. Necesitaba ayuda.

Que la vida no es mía. Que cambia y yo la tengo que bailar. Necesitaba encontrarme y detectar qué me hace de verdad feliz.

Llegué a la conclusión que lo que me hace feliz lo tenía, pero había un montón de pequeñas cosas que me desestabilizaban y me influían negativamente a la hora de verlo con nitidez.
No podía tener todas esas pequeñas cosas. Mi entorno y circunstancias habían cambiado, entonces tenía que encontrar la manera de adoptar otros pequeños placeres.

La belleza del lugar, el nuevo ritmo, la simplificación, las nuevas formas de ocio, el mar. Todo esto lo ponía bastante fácil. Luego, unos pequeños matices organizativos y logísticos. Y apertura de nuevo a la amistad. A la tribu.

Merece la pena disfrutar del camino que no temer un hipotético –pero más que posible- adiós.
El viaje para recoger a mi hija del cole es otro mundo. Puede que deba coger el coche, pero el paisaje, que cambia con cada matiz de luz y meteorológico, es lo más hermoso que he visto.

Una carretera estrecha, con árboles, que de pronto te descubre toda la bahía de Palma para que, antes de que te canses, gire hacia la variable sierra de la Tramuntana. Por unos segundos tienes ambas cosas a la vez.
Y cada día de un color. Nuevas cordilleras, nueva vegetación y nuevo turquesa para el mar.
Eso invita a conducir despacio. No hace falta ir de prisa porque sí. Esto no es de aquí. Se va deprisa si tienes prisa. Si no, no. Parece lógico ¿no? Pues en la M-50 nadie lo ha pensado.

Eso de ir al centro comercial los fines de semana… ¡eso no es vida! Vida es salir, al mar, al campo, a la sierra, a las reservas naturales o al jardín. Pintar en el suelo.  Carrera de caracoles. ¡Recogida de palos y otros tesoros!

Tener a alguien. Con quien hablar de leches, de tetas, de cacas, de educación, de cocina. Con quién organizar talleres. No sentirte sola.

Y volver al gimnasio. Disfrutar de sus endorfinas y volver a caber donde no querías haber dejado de caber.

Al final de mi calle hay un acantilado precioso. Antes sólo había una carnicería.

Pero una calle tiene dos finales y, hacia el otro lado, vivía la persona en la que me apoyé en el camino de la maternidad desde el primer momento. Y aún no he dejado de cojear.


CLC


miércoles, 17 de diciembre de 2014

Metamorfosis de CLC


Pienso que todo cambio interior conlleva un cambio exterior.

Dado que el SPF se extendió en el tiempo, cansada de ser la única que me veía en la 38, quise demostrar a los demás que realmente cabía en esa talla (y en una menos!)

Y mi mente se enfocó en mi cuerpo.

Me apunté a un gimnasio de una conocida cadena sólo para mujeres, hice una dieta saludable y poco restrictiva (muy restrictiva en cuanto a dulces hipercalóricos, eso sí) y a sudar kilos.

Podómetro en pantalón. Dormía en mi mesilla de noche junto a la Tablet. Era lo último que me quitaba y lo primero que me ponía por la mañana. El mínimo inicial eran diez mil pasos. A eso le sumé dos hijos y tres días de gimnasio.

Empecé a perder peso, rápidamente y en pocos meses. Pero fueron durillos. A nivel físico y de organización. Conté con mi compañero de camino. Sin él, no hubiese podido tener ese ratito cada tres días. Y es mucho, dado lo complicado del “compromiso” horario de su trabajo.

Una vez cogido el ritmo, todo fue rodado.  Y despedir  varios kilos al mes,  da subidón.

Así es que esto no ayudó mucho a bajar de mi nube. Como contrapartida me embrutecí. Pero tenía que elegir, temporalmente. Luego –diecisiete kilos después-  volví a aumentar un poco la cantidad de hidratos. Y ahí ando... soy una tía buena no tan lista, pero bastante feliz.

Bromas aparte, creo que ha sido todo un reto. Desde que nació Manuel, siento que soy capaz de todo. 

Que he puesto al límite mi cuerpo y mi psique y lo he rebasado. Y esto lo llevo a cualquier parte de mi vida diaria. Soy capaz de correr durante cuarenta minutos o más. Antes pensaba que moriría si mis carreras duraban más de diez. Sigo sintiendo esa necesidad de llegar. De esforzarme, de ponerme al límite y traspasarlo. Me he hecho una yonqui de ese subidón. Es una sensación difícil de describir. 

Soy capaz. Yo lo pienso, yo lo consigo.
Y esto, creo que no ha hecho más que empezar. Creo que esta necesidad me enriquece como persona y me enfoca.

Ahora estoy en una situación personal un poco extraña, de observación, de prospección. Pero sé que cuando me arranque, que cuando empiece a correr, será para volar.

CLC




jueves, 11 de diciembre de 2014

A vueltas con el cole (II)



Celia empezó el cole hace un año. El lugar donde estará el mayor tiempo de su vida de estudiante - por regla general-. Yo tenía incertidumbre pese a que pensaba que había elegido el colegio adecuado.
La línea del colegio me gustó mucho. Sabía que, dentro de las limitaciones del sistema, sería la mejor opción de mi ciudad.

Y puede que el cole sea así. Otra cosa es la república de cada clase.

Aunque no había caído, a Celia le tocó un profe chico. Digan lo que digan, los chicos gritan menos por lo que le di un punto, así, a lo loco.
Pero lo que vino después bien merece otro blog.

En todo el tiempo que estuvo no me conseguí adaptar. Celia sí. Pero eso no es lo que yo quería para ella. Quiero que sea feliz. Hoy, mañana y siempre.
Y vi cómo se podía desmoronar todo por lo que yo había luchado. Todo lo que quería evitar para ella.
Tras nuestra entrevista inicial en la que rellené un absurdo cuestionario para, según rezaba, conocer mejor a mi hija - o para ver lo que yo opino de mi hija, pues para conocerla, sólo hace falta hablar con ella, pero se ve que con tres años no se les da esa oportunidad-, tuvimos una entrevista con el profesor. Profe profe, hasta conmigo.
Aproveché para comentarle "la sobrada que se habían pegao" los redactores del cuestionario acerca de mi hija, haciendo preguntas que pertenecían a la intimidad de nuestra familia - forma de dormir, por ejemplo-. En esa entrevista me hizo ver que lo que se trabajase en la escuela era bueno que fuese reforzado en casa. Y me mostré totalmente de acuerdo. En educación, cole y familia deben ser uno. Por eso, utilizando esa misma regla, aproveché para comentar que ese trabajo debería ser en ambas direcciones. En casa educo, es mi responsabilidad. Más que la suya. Por eso mismo le comenté que en nuestra forma de educación no cabían castigos, ni premios, ni ninguna técnica de modificación de conducta - bien, alguna empleo, inconscientemente, pero esto es como ir al médico, hay que ponérselo muy negro para que hagan algo de caso- y él me dijo que lo tendría en cuenta. Aunque me intentó convencer con los premios y los beneficios que aportaban correctamente utilizados. Tema que zanjé con un "yo no he estudiado cómo hacerlo correctamente, por lo que me guío por mi sentido común" y el pareció estar de acuerdo.
Incluso quise interpretar que estábamos cercanos en puntos de vista...

Dos semanas después mi hija fue castigada en la silla de pensar. En el momento de relajación, ella se atrevió a jugar con las coletas de su compañera de al lado. Ella pensó en rinocerontes y dinosaurios. Y yo me convertí en uno de ellos. A partir de ahí se acabó la confianza.
Reunión con la jefa de estudios, que se mostró muy abierta a repartir entre el ciclo una carta que escribí y para la que me brindó su visto bueno una vieja amiga... un lujo de persona que movilizó a la blogosfera enriqueciendo este mundo con muy buenos artículos al respecto e incluso una petición en change.org, aunque fueran posteriores a la carta en cuestión. Esa circular, también la dejé para que los padres la leyesen. Sabía que una familia rogaba, pero varias, exigían. Y ese era mi objetivo.

Me costó mucho tomar esa decisión. Orgullo de uniones a mi causa y pequeñas decepciones. Pero no había marcha atrás. Si creo que mi hija debe luchar por lo que quiere, tenía que dar ejemplo. Y así lo tomé, como una prueba. Como el comienzo del ejemplo que debo dar.
Esconderme, tragar, agachar la cabeza y seguir adelante a trompicones no es vida. NI EJEMPLO.

Es mi hija, si no lo hago por ella, por quién lo voy a hacer.
Las reacciones no se hicieron esperar. Reuniones acaloradas y desagradables, lo cual me hizo ver la soberbia y escasa capacidad de auto crítica de algunos de nuestros maestros. Esa persona que también es responsable de su educación. Es su ejemplo.

Angustiada escuchaba canciones humillantes cantadas por Celia en pleno proceso de adaptación. Cómo salía con sus pegatinas verdes. Vi cómo alguna niña salía del cole llorando por tener una pegatina roja.
Cómo, al comentar un error humano (quiero pensar) cometido hacia mi hija, no hay ni una sola disculpa.
Asistí a reuniones organizadas por el AMPA, orientadas a adiestrar a nuestros hijos. Protesté y discutí sobre las barbaridades que escuchaba y me vine abajo cuando el grueso de los padres las secundaban.
Y liada por otra persona me metí en el consejo escolar.
Ya no había marcha atrás.
Tenía que hacer todo lo posible por intentar abrir la mente del cole de mi hija. Aunque en mi interior rondaba la idea del conformismo. El tiempo y el uso haría que yo relativizase o asumiese lo que hay. Y eso me entristecía mucho. Muchísimo.

Vi pequeños cambios. Celia jamás volvió a ser castigada y me comentaba otros métodos más respetuosos cuando su profe y ella tenían un desacuerdo. Pero al final, me repateaba que con tres años tuviese que hacer un dibujo todos los fines de semana. O tuviese que comer el almuerzo si no tenía hambre para poder salir al patio. O no pudiese salir si llovía...

Sentía que mi hija estaba encarcelada y se perdía los mejores años de su vida.
Mi deseo de cambiar algo era mayor que mi esperanza.
Pero quise agarrarme a eso. A que tenía una misión para con ella.

Hasta que un cambio de rumbo interrumpió lo que yo creía encarrilado.

Pero ese, es otro tema.


CLC

domingo, 7 de diciembre de 2014

19 MESES DE LOCURA






Literal.

De la bonita y de la no tan bella.

El hecho de no poder bajar la guardia, de no tener ni un minuto para mis pensamientos cuando él está despierto, de saber que un silencio es igual a un desastre en la misma medida, a veces, se convierte en un motivo de enajenación mental.

¡Oh Universo! Yo quería un príncipe salvador y me has mandado un Dothraki encantador… esta me la apunto –y te la guardo-.

Si mis condiciones fueran otras, mi hijo es para partirse de risa. Pero son las que son y las acciones de mi benjamín me hacen perder el color de la cara varias veces al día. De hecho, hay algo que he visto en Celia que no había visto hasta el momento. La lástima. Le doy lástima.
“Siéntate mamá, ya lo recojo yo”

Es bueno, creo. Al menos me viene bien saber que no soy yo la que se lo toma todo a la tremenda. Realmente, doy lástima.

Y risa. Cuando cuento sus hazañas todo el mundo muere de risa, aunque al otro lado del whatsapp esté llorando. Que ahora, con perspectiva, puedo entender que se rían. Pero soy yo la que piensa en instalar un desfibrilador en casa, la que piensa en poner la cubertería de plástico para evitar que sea enchufada – literalmente-, la que llena cubos de agua del suelo. 

Manuel dispara y después apunta. No aprende de la observación. No. Sólo observa lo que es inalcanzable físicamente para él, osea, los aviones.  Él aprende de los golpes, sustos, aplastamientos, caídas, quemaduras y todo lo que pueda ser experimentado en propias carnes. Imita de la forma que pueda hacerlo un bebé de 19 meses. Lava ropa y pañales a su manera. Ha aprendido a enjabonarse la cabeza, poco importa el lugar, el momento y el jabón en sí. La acción, está hecha. Arregla cosas destrozadas por él anteriormente, a su manera.

Es gracioso esto del karma. Me parto con él. Pensando que había ganado una gran batalla al aceptar como un corderillo (esto no me lo creo ni yo, pero quiero darle dramatismo al asunto) una niña que me acompañaba a todo. Lugares, emociones, pensamientos. Pensaba que mi asunto terrenal estaba cubierto con eso. Que ya había matado mi ego. Que aprendí a compartir hasta mis pensamientos.

¡Alma de cántaro!

Al principio molaba. Este segundo me necesita menos. Es más independiente. Me acostumbré a la soledad en el baño. Hey! Eso estaba bien.

Ahora veo que hay un precio a pagar. Ahora, debo encerrar a mi hijo conmigo en el baño. Observo como tira todos los tarros, secador, toallas,… pero está a salvo.

En el momento en que no acepta de un modo amigable mi compañía forzosa, lo único que me consuela es que vivo en un bajo. Y me repito cual mantra: confía en él, confía en él, confía en él, … y no falla! Nunca llego al quinto. Por eso no lo interiorizo, no puedo repetirlo las suficientes veces.

En el mejor de los casos, un ¡HALAAAAAA! Interrumpe mi cantinela. Esas veces molan. Mi niño está bien. Y ya me acerco con el cubo y el mocho. Aunque esa vez haya  sido la tele – qué resistente nos ha salido, más que los mandos, los tres que llevamos-
En un caso mediano puedo oír un aparatoso golpe y llanto ipsofacto.
En los casos que me infartan son los que oigo algo –o no- que no logro identificar – ¿atragantamiento con piedra del jardín?¿No rueda su moto por las baldosas? ¿camina sobre madera?-  y nada después.


Una me puso a prueba psicológicamente y el dos lo hace físicamente.
Vaya entreno. Casi que paso del tres.

Pero luego, viene la parte encantadora del tema. Y me desbanca.

Me siento como una adolescente. Me enfado hasta echar chispas y pone esa sonrisa. Cierro los ojos y sólo acierto a verle así, sonriendo. Y me vengo abajo. Pongo una cara de estúpida que se conoce demasiado bien y recojo el aceite del suelo valorando lo que ha avanzado con su motricidad fina y su fuerza.

O cuando descubre algo fuera. Algo que trae entre sus deditos, haciendo pinza perfecta,  y que yo debo coger esperando a que le salgan patas –¡jamás pensé que fuera capaz de esto, y la culpa es de esa sonrisa!-

O cuando (des)pronuncia “teta”, no hay manera. No habla muy bien. Vamos, no habla. Lo justo para ver leves avances y que no vaya a calentar la cabeza a un pediatra. Pero se hace entender. Desde los 3 ó 4 meses, hacía un ruidillo para pedir su adorada teta. Algo así “kjhkjhkhjkh” como un carraspeo.  Aún sigue haciéndolo. De hecho, ya no es teta, es kjhkjhkjh para todos.

El tema es que además se refiere a las cosas por el sonido que hace y no por la palabra. Aspiradora, animales, puertas, coches, caídas, … así es que así nos vamos entendiendo. Que es lo importante.

Es tan especial. Le quiero tanto. Es muy cariñoso, a su manera. Y me encanta su manera. No lo puedo evitar.

Como me dijo una amiga, estos torbellinos tienen en eso mismo su encanto, su fuerza y le adoro por ello. Por su intensidad.

Y hoy hace 19 meses. Mi bebé ya tiene 19 meses. Y sueño con un mañana más sosegado pero a la vez voy frenando el hoy.

Su mirada, la mirada entre hermanos. Celia lo es todo para él. La sigue, sin cuestionarse nada. Si ella está bien, él está bien.

Y yo, estoy de puta madre.

CLC