...hay un acantilado precioso. Que se ha llevado lágrimas de
todos los colores. Que me ha regalado imágenes de la misma categoría e
intensidad.
Y así me hallé.
En quince días. Celia
no iría más al colegio que estaba empezando a digerir. Ni a música. Ni a
natación. Ni al parque. O sí. Pero ya no iría con su amiga de toda su corta
vida.
¿Y yo? En Mallorca no hay
Curves –sí, mi neurona pensó en
eso, ya dije que me estaba poniendo demasiado buena, con sus contras-.
Hiperventilo. ¿En esto quedó mi puesta a punto? O ¿me puse a punto para esto?
Mallorca, ¡qué bonito! Y qué lejano. Y qué sola.
Pero Vikinga acaba de nacer. Tenía otros planes. Baja
maternal juntas, planeando, arropándonos. Continuando la embriaguez de su
nacimiento. No es justo.
Qué experiencia la de Mallorca. Naturaleza y vida. Pura
vida. Nueva oportunidades educativas para Celia me motivaban al cambio.
¿Qué mensaje es éste? O no hay mensaje. Al menos no es Perú.
Mudanza. Adiós. Demasiados adioses. A gente, a lugares. A mi
casa –que no mi hogar, ese me lo llevé puesto-.
Mi bebé crecería junto a los que necesita, pero ¿qué pasa
con los que le necesitan a él?
Y no me puedo quejar. Al menos, no es Perú. Y me voy con mis
hijos. Mi suegra ha tenido que despedir
a dos de ellos, ley de vida “extreme”.
Nos trae un barquito con nuestro coche lleno de muy pocas
cosas.
Elegimos una casa, con jardín, en un lugar tranquilo y
bonito. Y el mar de fondo. Un lugar rodeado de naturaleza en el que nuestros
hijos serían felices.
Llega el día dos y me encuentro con casa que limpiar, cajas
que desembalar y mil cosas que comprar.
Sola y con dos hijos. Por primera vez en mi vida me doy cuenta de lo importante
que es contar con alguien.
Manuel aumenta a trece las horas que pasa fuera de casa.
Pura vida.
El entorno, aunque precioso, no es el mío. Al final de mi
calle no había mar, había una carnicería. Pero esa carnicería me proveía de la
mejor carne que había encontrado desde que llegué a Madrid. Y acababan de abrir
en frente una frutería con unas chicas muy majas. Un poquito más allá estaba la
cafetería donde los niños podían jugar mientras nos reuníamos mi pequeña gran
tribu a hablar con matices de café frío.
Me advirtieron del carácter isleño, pero no me ha parecido
para tanto. Son reservados. Pero los manchegos no somos más simpáticos –salvo
excepciones-. En eso les siento cercanos.
Creo que somos gente que generacionalmente se ha
acostumbrado a decir adiós (gracias Merce, me diste la clave) y eso se ha
impregnado en sus raíces. Les entiendo. Pero, por encima de todo, me entienden.
Y me he sentido muy abrazada. Primero virtual y luego físicamente.
Entré en un grupo en facebook, en el que conocí a buena gente: Bea,
Noe,
Patricia, ...
María.
De ellas,
María ha marcado un antes y un después y no me da las palabras para agradecer. Siempre tan atenta, tan cabal. María tiene una hermana que vale oro. Y me ha encantado ver su relación tan de cerca, he imaginado cómo sería estar cerca de mi hermana, que nuestros hijos creciesen juntos...
Hay algunas más. Mamás en situaciones similares a las mías, mamás con las que coincido en talleres,... siempre amables, siempre agradecida.
Pero sin duda hay
alguien en especial a quien me ha emocionado conocer. Una de esas personas que atraen irremediablemente. Máxime cuando la he estado siguiendo tanto tiempo. Me encantaría que continuara escribiendo, contando su historia. Hay mucho que compartir.
Volviendo a mi historia, en un principio me sentía frustrada. Como si me acabase de
levantar y no me enterase de nada. No les entendía y me hablaban en castellano.
No me acostumbraba a un acento que parecía cantar. Parecía boba haciendo
repetir hasta tres veces la misma cosa. Pero nunca me ha faltado una sonrisa o
una palabra cálida.
Por mi parte no ha habido mucha intención de
profundizar. Es un tema mío. ¿Para qué
voy a enraizar? Volveré a decir adiós. Volverá a doler. No me apetece.
Por un (largo) tiempo mis conversaciones con adultos eran
lamentos. Me aburría a mí misma de escucharme siempre la misma canción. Y
siempre el mismo final “hay cosas peores”, pero yo sólo quería llorar. Eso y
echar la culpa a mi marido de mi situación. No he sido el mejor apoyo del
mundo. Estoy intentando solucionarlo. Pero me ha costado verlo. Ver que el
origen de mis males soy yo. Una muy muy especial mamá de un muy muy especial
niño me dio la clave. Algo me hizo clic. No podía pasarme los días
lamentándome. Necesitaba ayuda.
Que la vida no es mía. Que cambia y yo la tengo que bailar.
Necesitaba encontrarme y detectar qué me hace de verdad feliz.
Llegué a la conclusión que lo que me hace feliz lo tenía,
pero había un montón de pequeñas cosas que me desestabilizaban y me influían
negativamente a la hora de verlo con nitidez.
No podía tener todas esas pequeñas cosas. Mi entorno y
circunstancias habían cambiado, entonces tenía que encontrar la manera de
adoptar otros pequeños placeres.
La belleza del lugar, el nuevo ritmo, la simplificación, las
nuevas formas de ocio, el mar. Todo esto lo ponía bastante fácil. Luego, unos
pequeños matices organizativos y logísticos. Y apertura de nuevo a la amistad.
A la tribu.
Merece la pena disfrutar del camino que no temer un
hipotético –pero más que posible- adiós.
El viaje para recoger a mi hija del cole es otro mundo.
Puede que deba coger el coche, pero el paisaje, que cambia con cada matiz de
luz y meteorológico, es lo más hermoso que he visto.
Una carretera estrecha, con árboles, que de pronto te
descubre toda la bahía de Palma para que, antes de que te canses, gire hacia la
variable sierra de la Tramuntana. Por unos segundos tienes ambas cosas a la
vez.
Y cada día de un color. Nuevas cordilleras, nueva vegetación
y nuevo turquesa para el mar.
Eso invita a conducir despacio. No hace falta ir de prisa
porque sí. Esto no es de aquí. Se va deprisa si tienes prisa. Si no, no. Parece
lógico ¿no? Pues en la M-50 nadie lo ha pensado.
Eso de ir al centro comercial los fines de semana… ¡eso no
es vida! Vida es salir, al mar, al campo, a la sierra, a las reservas naturales
o al jardín. Pintar en el suelo. Carrera
de caracoles. ¡Recogida de palos y otros tesoros!
Tener a alguien. Con quien hablar de leches, de tetas, de
cacas, de educación, de cocina. Con quién organizar talleres. No sentirte sola.
Y volver al gimnasio. Disfrutar de sus endorfinas y volver a
caber donde no querías haber dejado de caber.
Al final de mi calle hay un acantilado precioso. Antes sólo
había una carnicería.
Pero una calle tiene dos finales y, hacia el otro lado,
vivía la persona en la que me apoyé en el camino de la maternidad desde el
primer momento. Y aún no he dejado de cojear.
CLC